Según la OMS los accidentes de tráfico son la primera causa de muerte en varones de 15 a 24 años, y son responsables de casi el 40% de las minusvalías de nuestro país. Cada año hay más de 500 nuevos parapléjicos consecuencia de traumatismos de tráfico.
Uno de cada cuatro conductores es peligroso por impulsivo, poco paciente y competitivo; causas éstas que provocan uno de cada tres accidentes que se producen en la ciudad.
Las estadísticas dicen que los conductores son especialmente agresivos ante los automovilistas jóvenes, las mujeres, los taxis, los vehículos viejos y la gente de aspecto desarreglado. Y que la violencia vial se produce mucho más entre hombres que entre mujeres y, preferentemente, cuando se va solo en el coche.
En la conducción existen unos «grupos de riesgo» que tienen mayor tasa de accidentalidad, se definen como más jóvenes, solteros, uso frecuente del coche, estresados, nerviosos al conducir, que manifiestan ansiedad y frustración ante un atasco, más intolerantes y para los que el coche no es más que un rasgo de autoafirmación. Parece, por tanto, que los comportamientos «seguros» al volante tienen que ver más con el comportamiento cívico, que con el aprendizaje de aspectos técnicos que tampoco hay que descuidar.
Todos estos datos nos hacen plantearnos por qué somos agresivos al volante. La conducción, por sí, no genera agresividad, sino que cada uno conduce según su personalidad, es decir, conducimos tal y como vivimos: compitiendo. Además, el coche genera circunstancias (tensión, soledad, hastío de horas al volante, comportamientos “inaceptables” de otros, y una sensación de fortaleza e impunidad que nos trasmite el “caparazón” del coche) que permiten liberar la agresividad que puede no manifestarse fuera del coche. A esto se añade que no podemos hablar con los conductores que nos han disgustado, ellos también van en coche y están en movimiento; por ello, no hay comunicación ni códigos de entendimiento, lo que facilita malas interpretaciones y excesos verbales y gestuales; cuando circulamos no tenemos tiempo para conversar con el conductor que nos ha agraviado, ni para dar o pedir explicaciones y, todo ello, contribuye a generar tensión. Tenemos un “espacio propio” que “debemos defender” a capa y espada, en el que nos sentimos seguros y fuertes.
Así, lo más fácil es desfogar inmediatamente esa agresividad; si el conductor tiene un carácter impulsivo y poca capacidad de autocontrol, se generará una discusión segura. Además están los automovilistas que no respetan las normas, los que se consideran más “listos” y “audaces”, los muy lentos y los que no están concienciados de que la carretera es un espacio social, y no personal, que debemos compartir.
El coche es más que un simple medio de locomoción, para muchos es un segundo hogar, es el espacio físico en el que el conductor puede comportase tal y como es, sin preocuparse por guardar las formas, donde puede dar rienda suelta a las expresiones más primitivas e irracionales. Se percibe el automóvil como una fortaleza rodante que nos hace inmunes a las agresiones de otros y desde donde nos sentimos seguros para “atacar”; es, además, un signo de prestigio y poder, a través del cual competir por tener el más nuevo, el mejor, el más rápido…
Pero no podemos olvidarnos tampoco del otro extremo, aquellos que consideran el coche como un arma peligrosa, lo que les convierte en conductores excesivamente cautos, con conductas dubitativas y peligrosas, lentas y torpes que “provocan” reacciones agresivas en sus “contrarios”: los nerviosos, veloces y seguros de sí mismos.
La realidad es que el coche es una herramienta para trasladarnos de un sitio a otro, ¡nada más! No es ni una fortaleza, ni una proyección de nuestra personalidad, ni un lugar donde desinhibirnos, ni, mucho menos, un medio para competir. Por todo ello es muy importante la educación de los ciudadanos en el respeto, la tolerancia y la madurez en asumir una responsabilidad.
Maribel Salvo
Psicóloga y Vicepresidenta de LMQA